En Estados Unidos, los tribunales a menudo dictaminan el resultado de unas elecciones cuando éstas están muy igualadas, actuando como una herramienta de mediación entre los candidatos, para garantizar así la legitimidad de los resultados. Al final, lo peor que puede suceder es que se declare a alguien como perdedor de las elecciones. Puede que se arruinen las esperanzas y los sueños de algunas personas, pero la vida sigue.
Paralelamente a la asamblea general de la Organización de Estados Americanos (OEA) en Guatemala, el secretario de Estado John Kerry se reunió con el ministro de Relaciones Exteriores de Venezuela, Elías Jaua, en representación del gobierno de Nicolás Maduro, tan deficientemente democrático, proclive a las crisis, elegido a dedo por el difunto Hugo Chávez y autoproclamado vencedor de las elecciones presidenciales del pasado 14 de abril.
Lágrimas rodaban ayer por el rostro del vicepresidente venezolano Nicolás Maduro cuando anunció que Hugo Chávez, quien durante tantos años fue el líder de Venezuela, había muerto. Es probable que la noticia no sorprendiera a nadie, pues Chávez había estado batallando contra el cáncer durante años y hacía tiempo que ya se pensaba que estaba en su lecho de muerte. De hecho, el líder venezolano no había sido visto en público desde diciembre.
Aunque no sea algo inesperado, el fallecimiento de Chávez tiene implicaciones (algunas potencialmente peligrosas) de gran alcance para Estados Unidos y el resto del mundo.