La Constitución confiere al gobierno federal el poder de hacer política exterior. Impide a los estados entrar en “cualquier tratado, alianza, o confederación”. En el seno del gobierno federal, la Constitución divide el poder de hacer política exterior entre el presidente y el Senado, dándoles una autoridad compartida para formular tratados y extender reconocimiento diplomático a otras naciones.
La Constitución de Estados Unidos de América ha perdurado más de dos siglos. Sigue siendo objeto de reverencia para casi todos los americanos y objeto de admiración de pueblos en todo el mundo. Lamentablemente, la embestida de teóricos progresistas y jueces activistas del siglo XX ha logrado minar seriamente el respeto por los principios fundamentales de la nación, denigrando algunos derechos constitucionales con los que están en desacuerdo e inventándose otros.
El argumento de fondo es que la sección IV de la Decimocuarta Enmienda es un límite sobre el poder del Congreso de renunciar a la deuda de la nación y no un cheque (casi literalmente) en blanco para el presidente. Tomen nota, constitucionalistas de fin de semana: algunas veces la Constitución no los lleva donde quieren ir.
Como el escritor inglés G.K. Chesterton genialmente indicó: “América es la única nación del mundo que se ha fundado sobre un credo”. Ese credo se formula claramente en la Declaración de Independencia con la que las colonias americanas anunciaron su separación de Gran Bretaña. La Declaración es una imperecedera afirmación de derechos inherentes, de los propósitos adecuados del gobierno y de los límites de la autoridad política.