Entre las actitudes habituales del antiliberalismo más rancio figuran el odio al libre comercio y la idea de que estamos gobernados por una secreta conspiración capitalista. Ha vuelto a florecer a propósito de la Asociación Transatlántica sobre el Comercio y la Inversión (TTIP), el acuerdo entre la UE y EE.UU.
Se suele distinguir entre dos corrientes liberales claramente marcadas ya desde el siglo XVIII, a saber, la francesa, de carácter racionalista y centrada en las formas políticas, y la inglesa, de carácter evolutivo y centrada en las ideas jurídicas de protección a las libertades y bienes individuales de las personas.
Hay grandes problemas a la hora de traducir del inglés al español la palabra “liberalism”. En Estados Unidos, “liberalism” está hoy ligado a todo lo contrario de lo que significa “liberalismo” en español. Por eso, en Estados Unidos, cuando tildan a algún político de “liberal” (en inglés), en realidad lo que le quieren decir es “progresista” o -válgame Dios- “socialista”… y por tanto, el escándalo está servido.
La frase de Rogoff es una nueva muestra de cómo tanta gente suele pensar que no hay realidad más allá de aquella que frecuenta. Como dijo una periodista progre norteamericana: “No entiendo cómo ha ganado Reagan las elecciones: ninguna persona que yo conozco votó por él”. La tentación de la corrección política es precisamente ésa, la de no concebir que pueda haber ideas diferentes.