Pronunciado el 19 de noviembre de 1863 por Abraham Lincoln, éste es uno de los mejores discursos, si no el mejor, de la historia humana. Concisa y brillante, la versión original en inglés contiene tan sólo 272 inmortales palabras con las que Lincoln supo condensar el sentimiento de una nación y que marcaron el renovado empeño por la libertad de la nación americana.
Hace ochenta y siete años, nuestros padres crearon en este continente una nueva nación, concebida en libertad y consagrada a la premisa de que todos los hombres son creados iguales.
Hoy estamos abocados a una gran guerra civil que pone a prueba el que esta nación, o cualquier otra así concebida y así dedicada, pueda resistir mucho tiempo. Nos hemos reunido en el escenario donde se libró una de las grandes batallas de esa guerra. Hemos venido a consagrar parte de este campo de batalla como último lugar de descanso de quienes han entregado su vida por la nación. Es plenamente adecuado y apropiado que así lo hagamos.
Pero, en un sentido más amplio, no podemos dedicar, no podemos consagrar, no podemos santificar este suelo. Los valientes hombres, vivos y muertos, que aquí combatieron, lo han consagrado ya muy por encima de nuestro escaso poder para añadir o restarle algo. El mundo apenas advertirá ni recordará mucho lo que aquí se diga, pero no olvidará jamás lo que ellos hicieron aquí. Nos corresponde a nosotros los vivos dedicarnos más bien a completar la obra inconclusa que tan noblemente han adelantado aquellos que aquí combatieron. Nos corresponde ocuparnos de la gran tarea que aún resta ante nosotros: que de estos venerables muertos aprendamos a dedicarnos con mayor ahínco a la causa por la que dieron hasta la última medida de entrega; declarar aquí solemnemente que estos muertos no han perecido en vano; que esta nación, Dios mediante, vea renacer la libertad y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparezca de la faz de la tierra.
19 de noviembre de 1863