La Constitución confiere el poder de encargarse de la política exterior al gobierno federal, específicamente al presidente y al Senado. El presidente lidera a la hora de elaborar la política exterior de Estados Unidos como jefe de la diplomacia de la nación con la facultad constitucional de firmar tratados y nombrar embajadores. Esta autoridad, sin embargo, se la otorga la Constitución al Senado mediante el poder de “consejo y consentimiento”: no sólo el Senado deberá aprobar los nombramientos presidenciales o tratados, sino que también puede modificar los tratados.
La Constitución confiere al gobierno federal el poder de hacer política exterior. Impide a los estados entrar en “cualquier tratado, alianza, o confederación”. En el seno del gobierno federal, la Constitución divide el poder de hacer política exterior entre el presidente y el Senado, dándoles una autoridad compartida para formular tratados y extender reconocimiento diplomático a otras naciones.
El presidente Obama puede creer que la política de “reseteo” con Rusia es la maniobra correcta para cubrir importantes áreas en el campo de las relaciones exteriores, pero esa política está profundamente plagada de errores. Pone a Estados Unidos en una desventaja que no nos podemos permitir y nos obliga a dejar al margen fundamentales principios americanos de la libertad humana.
Como el escritor inglés G.K. Chesterton genialmente indicó: “América es la única nación del mundo que se ha fundado sobre un credo”. Ese credo se formula claramente en la Declaración de Independencia con la que las colonias americanas anunciaron su separación de Gran Bretaña. La Declaración es una imperecedera afirmación de derechos inherentes, de los propósitos adecuados del gobierno y de los límites de la autoridad política.