En un correo electrónico enviado recientemente a sus seguidores, el presidente Obama se lamentaba de la frustrante falta de competencias de su cargo. “Hay tantas limitaciones a lo que puedo hacer por mí mismo” sin el Congreso, confesaba.
En términos de interpretación constitucional, tiene razón. Pero en la práctica, el presidente ha mostrado un marcado menosprecio por los límites legales de su poder.
Washington DC es el último ejemplo de “pueblo-empresa” (en el que todas las tiendas y los edificios son propiedad de la empresa que ofrece el empleo en el pueblo) de Estados Unidos y su mayor industria es el gobierno federal. De modo que aquí no se recibe bien a quien se atreva a cuestionar el tamaño y el alcance del gobierno.
La Constitución confiere el poder de encargarse de la política exterior al gobierno federal, específicamente al presidente y al Senado. El presidente lidera a la hora de elaborar la política exterior de Estados Unidos como jefe de la diplomacia de la nación con la facultad constitucional de firmar tratados y nombrar embajadores. Esta autoridad, sin embargo, se la otorga la Constitución al Senado mediante el poder de “consejo y consentimiento”: no sólo el Senado deberá aprobar los nombramientos presidenciales o tratados, sino que también puede modificar los tratados.
La Constitución confiere al gobierno federal el poder de hacer política exterior. Impide a los estados entrar en “cualquier tratado, alianza, o confederación”. En el seno del gobierno federal, la Constitución divide el poder de hacer política exterior entre el presidente y el Senado, dándoles una autoridad compartida para formular tratados y extender reconocimiento diplomático a otras naciones.