He visto repetidos tres viejos argumentos sobre Estados Unidos. El primero es que el intervencionismo salvó al capitalismo de la crisis de 1929. El segundo es que EE.UU. es un país severamente intoxicado por el liberalismo. Y el tercero es que estamos amenazados por unos siniestros liberales (en el sentido europeo) que van a destruir el Estado de Bienestar y, horror mayúsculo, nos van a retrotraer al siglo XIX, donde los ricos pagaban pocos impuestos.
En general, la visión de Francisco es la de alguien que rechaza el mercado y sospecha de las virtudes de la propiedad privada, o lo subordina todo a un inasible bien común, como sostiene la Doctrina Social de la Iglesia, un curioso cuerpo doctrinario, a veces contradictorio, en el que se trenzan los planteamientos económicos, los dogmas religiosos y los juicios morales.
Las deficiencias de los sistemas educativos públicos son observables en todo el mundo. El pasado 14 de febrero The Economist publicó un artículo titulado Those Who Can en el cual se revela que muchos profesores mexicanos heredan sus puestos de trabajo, que la cuarta parte de los profesores indios sufren de una ausencia laboral crónica y que en Nueva York es casi imposible despedir a un profesor, incluso a aquellos que hayan sido sorprendidos robando en el interior de las escuelas.
Una cosa es la exhortación moral del Papa a cambiar personalmente nuestro modo de vida para preservar la casa común y otra muy distinta sus erróneas conclusiones políticas, basadas en la letanía ecologista y no en la ciencia, y en una visión muy peronista de la economía, como ya se pudo observar en su anterior encíclica. Y no hay más que mirar a la Argentina un poco por encima para ver a dónde llevan esas ideas.